jueves, 17 de octubre de 2019

La casa de los Carrales




Relato para la noche de Halloween


                     .- La casa de los Carrales.-


(Basada en hechos reales).

No es difícil olvidar aquellas gélidas noches de invierno en febrero, cuando las escarchas y las nieblas se sucedían sin parar y estaba allí en el pueblo con mis abuelos de una manera puntual, aprovechando algún descanso escolar. Esas noches oscuras, profundamente oscuras y frías, apetecía poco pasear por las calles y solo lo hacíamos en momentos concretos para ir a buscar la leche a casa de la señora Ana, la Virola que ordeñaba a eso de las ocho de la noche todos los días. Íbamos tanteando las aceras y esos pavimentos irregulares y, si teníamos suerte, nos cruzábamos con algún vecino, que había corrido la misma suerte que nosotros. Lo mejor, sin duda, era el olor a lumbre que procedía como un buen guiso de las chimeneas de barro y adobe de las diferentes casas del pueblo.

Una noche después de cenar, sentados mis abuelos y yo al calor del brasero azuzado con cisco, mi abuela comenzó a contar la historia de su familia.
Su familia había llegado al pueblo procedente de las tierras septentrionales, buscando nuevos caminos y se había asentado en el pueblo allá por el siglo XIX. Su historia estaba repleta de misterios y ¿cómo no? también encerraba una esencia mágica.
-Le dije-vamos, abuela, cuéntame la historia de los Carrales.
No es difícil imaginar que esta familia, que es la mía, le hubiesen pasado cosas extraordinarias. Solo hacía falta ver la casa, ahora abandonada, de uno de los tíos abuelos de mi abuela para recrear todo tipo de hazañas de carácter como poco sobrenatural.

Mi abuela se sonrió, cerró los ojos para poder evocar mejor su relato y, entonces, comenzó:
-Esta historia la conozco a través de mi madre y, a su vez, se la contó mi abuela.
Resulta que una de sus tías se enamoró de uno de los chicos más guapos del pueblo. Este chico que se llamaba Manuel procedía de una de las familias más humildes de aquí; pero como el amor lo puede todo, mi tía Laura se enamoró de él. Sin embargo, era un amor correspondido.
Habían reparado el uno en el otro, porque formaba parte del grupo de segadores que segaba para el padre de mi tía Laura. Un día, de manera casual, tía Laura fue al campo a llevarles la comida a los segadores y, entonces, comenzaron a hablar. Utilizaban cualquier momento para compartir cualquier pequeño detalle o cualquier imprevisto. Después, comenzaron a verse en secreto en la trasera del pajar donde descargaban la mies los bueyes en los carros; siempre, por supuesto, al amparo de la oscuridad de la noche.
Aquella relación no tenía futuro, era imposible que en esos momentos hubiese sido permitida una boda entre los dos amantes, debido a la diferencia de clase económica que ambos tenían. Y ellos,-ya lo creo-, lo sabían a ciencia cierta.
A todo esto comenzó la Revolución rusa y pidieron soldados voluntarios para luchar en el frente a cambio de un suculento sueldo. Manuel pensó que era su oportunidad para desdibujar esa diferencia que había entre su querida Laura y él. Y, entonces, es cuando Manuel decidió alistarse en el frente.
La despedida como era de esperar fue muy dura. Pero, más duros fueron los días, meses y años sin saber nada de ese amor anhelado y querido hasta que un día llegó una carta oficial a casa de la familia de Manuel, comunicando la muerte en acto de servicio de su hijo Manuel Ramos Calvo.
El padre, porque la madre había muerto ya, -muchos decían que de pena por la partida de su hijo-, no vivió mucho tiempo después de recibir esta triste noticia. Pero, tampoco Laura, porque tras saber lo ocurrido una noche mientras todos dormían se quitó la vida, ahorcándose.

Dicen que, a veces, los que vivieron en la casa de tía Laura, veían una silueta de mujer, colgada de una soga en el quicio de la puerta de entrada a la cocina.
La casa, debido principalmente a estos sucesos, está deshabitada desde hacía muchísimo tiempo.

En definitiva, las decisiones, aunque sean elegidas desde la más absoluta libertad, condicionan o marcan un camino que hay que saber aceptar y asumir.