viernes, 10 de enero de 2020

Un día en el safari


Un día en el safari.


Hola, me llamo Ángela. ¿Alguna vez habéis pensado en que ir al safari sería la mejor opción para una tarde de verano? Para que os orientéis un poco, os voy contar mi experiencia.
Era una tarde en la aldea del fresno. Hacía un calor que se podía freír un huevo en el capó del coche, claro, que era agosto. En esta excursión íbamos mi tío Carlos, mi tía Paloma, mi prima Aída, todavía bebé, mi prima Melody, mi hermana Charo, mi padre Antonio y mi madre Conchita. Como no entrábamos todos en un solo coche, nos dividimos en dos. Mi tía, mi tío, mis dos primas, mi hermana y yo, íbamos en un coche (el único que tenía aire acondicionado) y mis padres en otro. Bueno, ya que estamos bien situados, empecemos la historia.
Nos habían advertido que ni abriéramos las ventanas, ni saliéramos del coche ni tocáramos el claxon. Ahora lo entiendo, yo que lo único que quería era tocar a los animales. Empezamos bien, hacía calor, pero veíamos a los animales. Nos paramos a ver a un león. ¡Era gigante! De repente, se dio la vuelta, enseñándonos su enorme culo. Y así, sin avisar ni nada, ¡se meó en toda la luna de nuestro coche! Por lo menos, descubrimos que los leones mean hacia atrás. Recomendación; si ves un león y te quieres esconder detrás de él para que no te vea, no lo hagas.
Los monos estaban muy traviesos. Se subían al coche, pero no era solo que se subieran, era que rompían el limpiaparabrisas, los espejos retrovisores o las antenas. Mi tío, viendo lo que los monos hacían, aceleraba el coche, con los monos encima, y frenaba de golpe, haciendo volar a los sorprendidos monos. Uno de ellos, supongo que para vengarse, se sentó en la luna y empezó a cagarse. Después, cogió la mierda y la restregó por todo el cristal. Se quedó bien a gusto.
Nos paramos a ver las llamas. Mi tío, haciendo caso omiso a las advertencias, bajó la ventanilla y asomó la cabeza. La llama, diciéndole que no se saltara las normas (a su manera claro), le escupió en la cara. Carlos, enfadado, la golpeó y dijo:
-¡A ver si te atreves a escupirme otra vez!
Dicho esto, cerró la ventanilla y nos fuimos a ver a los rinocerontes. No os imagináis lo que allí nos ocurrió.
-Y recordad bien esto- había dicho el guardia de seguridad- si veis a alguien parado, le preguntáis si necesita ayuda o venís con el otro coche hasta el final del camino, donde estaremos alguno de vosotros, ¿de acuerdo?
Estábamos por la zona de los rinocerontes, estaban dormidos en la sombra. Parecían inofensivos. De repente, el aire acondicionado paró de funcionar, pero mi tío seguía conduciendo, ya que no se podía parar. Sin embargo, yo que tenía a mis primas una a cada lado… Aída empezó a llorar y Melody, desde el otro lado, la gritaba que parase, hasta que, como yo me esperaba, acabaron pegándose con migo en el medio. Mi hermana me ignoraba, como si fuera problema suyo, pero mi tía se dispuso a mandarnos para cuando el coche frenó. Todos paramos de hacer lo que estábamos haciendo para ver qué le sucedía a Carlos. Pasaron unos segundos, y mi tío no conseguía arrancar el coche. Pero lo que sí consiguió, era hacer que la bocina sonara sin parar, era un ruido muy molesto. Carlos dijo que el problema vendría del motor, pero no podíamos salir del coche. Ya tenía en la mano el pomo de la puerta cuando un coche se paró al lado del nuestro.
Una señora con un tupé gigante, bajó la ventanilla y asomó la cabeza. Un mono que tenía en el espejo retrovisor, justo en cuanto esta salió para preguntarnos si nos pasaba algo, le arrancó el flequillo de golpe. Después, la señora abrió la puerta para devolvérsela al mono, cuando este y otros más se metieron en su coche. Pero nuestras miradas se fijaron en otro problema, mucho más peligroso.
Los rinocerontes estaban despiertos. Se habían levantado y no parecían contentos. De hecho, estaban empezando a mover sus patas y parecía que echaran humo por la boca y la nariz. Mis padres, muy preocupados, colocaron su coche entre el nuestro y los rinocerontes.
La señora cerró la puerta de su coche, con los monos dentro y se dirigió a la salida. Al cabo de unos minutos, un guardia de seguridad apareció y nos arregló el coche. Los rinocerontes pararon de asustarnos en cuanto el ruido paró. Lo que seguíamos sin tener era aire acondicionado.
Nosotros seguimos avanzando, pasando por un estanque con patos. Mi tío, hambriento de todo el día, pensó que llevarnos un pato para cenar no sería mala idea. Así que cada vez que pasábamos al lado de un pato, bajaba la ventanilla e intentaba cogerlo. ¡Pero no veas como corrían los patos! Parecía que no era el primero al que se le ocurría la idea del pato para cenar.
Bueno, espero que esto os haya podido guiar un poco para decidir si vais al safari o no. O si vais, que allí tengan sus propios coches. En fin, ahora lo recordamos como algo gracioso, pero en su día no lo fue, para nada.
                                                                                                                                         PCP












































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































































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